Anacleto era un hombre mayor y arrugado, se notaba que el tiempo había dejado marca en la piel de su rostro. Años de alegrías y de lágrimas podían intuirse en sus ojos y boca. Sin embargo pese a su apariencia desgastada Anacleto tenía una mente despierta, lúcida, capaz de captar todos los matíces que su entorno le ofrecía. Aún recordaba con precisión qué había desayunado, cómo había dejado a su nieto en la escuela e incluso podía enumerar todas y cada una de las cosas que llevaba en su viejo maletín.
Anacleto compró el periódico y se dirigió a la estación. Allí compró un billete y subió al tren. Se sentó en el primer asiento libre que encontró y aunque el tren iba casi vacío Anacleto podía escuchar a un par de mujeres sentadas al fondo del vagón.
Al cabo de dos horas el tren había llegado a su destino, bajó y tomó un enorme bocanada de aire. Aquello le quitó diez años de encima de un plumazo. Anacleto salió de la estación y caminó hacia el centro del pueblo. Aunque estaba un poco despistado recordó el camino, al fin y al cabo lo había recorrido centenares de veces hace ya demasiados años. Empezó a recordar todos aquellos lugares, la fuente de donde salía un potente chorro de agua helada, el banco de piedra junto a la puerta de la iglesia, la chimenea humeante de la panadería, los adoquines de la calle, la plaza donde tocaba la orquesta en verano y un poco apartado, en lo alto de la colina estaba el castillo que tan buenos recuerdos le traía. Se sentó a contemplar todo aquello con ojos curiosos, como si fuera un turista recién llegado de la ciudad. Una persona se acercó a él por detrás, le tocó levemente el hombro y soltó un alegre "¡Buenos días Anacleto!". Era ella. Anacleto sonrió y pudo disfrutar de unos de esos breves y escasos instantes de pura felicidad.