viernes, 23 de diciembre de 2011

Buenos días Anacleto

Anacleto era un hombre mayor y arrugado, se notaba que el tiempo había dejado marca en la piel de su rostro. Años de alegrías y de lágrimas podían intuirse en sus ojos y boca. Sin embargo pese a su apariencia desgastada Anacleto tenía una mente despierta, lúcida, capaz de captar todos los matíces que su entorno le ofrecía. Aún recordaba con precisión qué había desayunado, cómo había dejado a su nieto en la escuela e incluso podía enumerar todas y cada una de las cosas que llevaba en su viejo maletín.
Anacleto compró el periódico y se dirigió a la estación. Allí compró un billete y subió al tren. Se sentó en el primer asiento libre que encontró y aunque el tren iba casi vacío Anacleto podía escuchar a un par de mujeres sentadas al fondo del vagón.
Al cabo de dos horas el tren había llegado a su destino, bajó y tomó un enorme bocanada de aire. Aquello le quitó diez años de encima de un plumazo. Anacleto salió de la estación y caminó hacia el centro del pueblo. Aunque estaba un poco despistado recordó el camino, al fin y al cabo lo había recorrido centenares de veces hace ya demasiados años. Empezó a recordar todos aquellos lugares, la fuente de donde salía un potente chorro de agua helada, el banco de piedra junto a la puerta de la iglesia, la chimenea humeante de la panadería, los adoquines de la calle, la plaza donde tocaba la orquesta en verano y un poco apartado, en lo alto de la colina estaba el castillo que tan buenos recuerdos le traía. Se sentó a contemplar todo aquello con ojos curiosos, como si fuera un turista recién llegado de la ciudad. Una persona se acercó a él por detrás, le tocó levemente el hombro y soltó un alegre "¡Buenos días Anacleto!". Era ella. Anacleto sonrió y pudo disfrutar de unos de esos breves y escasos instantes de pura felicidad. 

domingo, 18 de diciembre de 2011

La cosa



De pequeño tuve una caja de zapatos que llegó a ser mi juguete preferido, entre otras cosas porque no tenía otro. Pero envejeció más deprisa que los zapatos que había llevado dentro, de manera que a mi caja se le cayó un día la primera a y se quedó en una cja, que así, a primera vista, parece un juguete yugoslavo. Busqué entre las herramientas de mi padre una a de repuesto, pero no había ninguna y tuve que sustituirla por una o. De este modo, sin transición, tuve que olvidar la caja para hacerme cargo de una coja, lo que es tan duro como pasar directamente de la niñez a los asuntos. 
Jugué mucho con aquella coja, todavía la recuerdo, pero se fue haciendo mayor también y un día se le cayó la jota. Hay quien piensa que las vocales se estropean antes que las consonantes, pero yo creo que vienen a durar más o menos lo mismo. El caso es que tampoco encontré entre los tornillos de mi padre una jota en buen uso, así que la sustituí por una pe que estaba prácticamente sin estrenar. La coloqué en el lugar de la jota y me salió una copa estupenda, con la que he bebido de todo hasta ayer mismo, que se me cayó al suelo y se rompió. 
A decir verdad, se rompió justamente por la pe, y como es muy antigua no he encontrado en ninguna ferretería una igual. Ayer fui a casa de mis padres, y después de mucho rebuscar en el trastero di con una ese que no desentona con el conjunto. O sea, que ahora tengo una cosa, pero no sé qué hacer con ella. La caja, lo coja y la copa eran muy útiles para guardar secretos, jugar o emborracharse. Pero la cosa me da miedo; además, la escondí en el bolsillo interior de la chaqueta, de manera que desde ayer tengo una cosa aquí, en el pecho, que me llena de angustia. Lo peor de todo es que, como no sé qué es, tampoco sé cómo se rompe. 
Qué vida, ¿no?

Juan José Millás